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EL HALCÓN PEREGRINO

 

AUTOR: Glenway Wescott

EDITORIAL: Lumen

PUBLICIÓN: 2004



El halcón peregrino es de esas historias que, a simple vista, parecen normales y cotidianas, una superficie donde no ocurre nada extraordinario, pero en todo momento se siente una tensión que hace pensar que algo se enconde detrás.

Los Cullen son un matrimonio que viaja desde Irlanda hasta Budapest y decide hacer un alto en el camino para visitar a Alex, una antigua conocida que vive en la campiña francesa con su compatriota americano Alwyn.  Con la solemnidad de quienes se saben económicamente seguros, los Cullen bajan del coche en el que viajan y entran en casa de Alex acompañados de Lucy, el halcón de la señora Cullen.

Es Alwyn quien abre la puerta y se convierte en el narrador de la historia. La sutileza con la que Wescott construye este personaje resulta acogedora. Entre conversaciones sencillas y gestos amables, Alwyn se siente con la confianza de ejercer también de anfitrión y no pierde el tiempo. Mientras observa con atención y escucha con cuidado, crea un monólogo interior que va desvelando lo que ocurre esa tarde en casa de Alex. Es el único que no conoce a los visitantes, y eso le permite juzgarlos sin prejuicios.

Pero quizá lo más intrigante, y desconcertante, sean las descripciones que Alwyn hace del halcón. Aunque se trate de un animal, cumple una función esencial en el relato. Lucy no está ahí por casualidad, ni como simple mascota de la señora Cullen; el narrador convierte sus palabras en forma de metáfora que permite intuir lo que el matrimonio oculta y no quiere mostrar.

Cuando Alwyn se refiere al animal, sus palabras lo humanizan y, en su transparencia natural, no se oculta nada. En cambio, los Cullen, tan refinados, educados y civilizados, quedan envueltos en cierta oscuridad.  A ello se suman los diálogos entre marido y mujer, como si se tratara de dos actores que se lanzan pullas con la intención de humillarse o herirse, y que constituyen la parte más viva y tensa de la tarde.

Lo que Wescott parece mostrar al lector, cuando los Cullen confiesan amarse y sentirse correspondidos, es que bajo esa afirmación hay amargura y una decisión de consentimiento. El señor Cullen sufre porque no puede poseer del todo a su mujer: ama algo que siempre se le escapa. Ella, por su parte, acepta este vínculo que no la anula, pero tampoco la colma.

No hay pasión sino un pacto que incluye reconocimiento y lealtad de un amor que existe porque ambos han decido sostenerlo, no porque brote del impulso. Es un acuerdo respetable y triste al mismo tiempo.

 

CITAS:

La juventud persiste hasta mucho después que uno ha dejado de ser joven. El amor por la vida permanece indefinidamente, con menos probabilidad de ser amado, menos habilidad de amar, y con el aguijón de la pasión tan acuciante como siempre.

Pero existen circunstancias en las que un ser humano reclama de forma inconfundible su derecho a la libertad, y es algo que uno lamenta con amargura porque lo que necesita es mantener al otro cautivo.

Quizá los amantes dignos de compasión son aquellos a quien no tienen a quien odiar: aquellos que concentran el objeto y la razón de esas ansias de matar en una misma persona, el ser amado, cuyo asesinato solo puede tener lugar en la imaginación, y, por tanto, nunca les concede el descanso que proporciona ver cumplido el sueño.




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